Por Gabriel Lerner
Al acercarse la fecha obligatoria de la entrega del poder, el 20 de enero, la administración Trump pone en práctica varias de las políticas más controversiales que no implementó en los casi cuatro años de gobierno, para establecer hechos que el próximo gobierno difícilmente podrá corregir.
Algunos ejemplos: este gobierno anunció la venta de derechos petroleros en el Refugio Ártico. Cercenó a la conducción del departamento de Defensa para colocar en puestos claves a sus seguidores. Su secretario de Estado Mike Pompeo visita frenéticamente siete países y asentamientos israelíes en los territorios ocupados. Cambia regulaciones en el agro para beneficiar a los propietarios y hacer vulnerables a los trabajadores.
Hasta acelera el retiro de tropas de Afganistán e Irak.
Al mismo tiempo, el Presidente todavía se niega a conceder su derrota y bloquea la cooperación con el presidente electo Biden para facilitar el cambio de gobierno. Es un misterio qué va a hacer el 20 de enero y él lo prefiere así, para seguir siendo el centro de la atención mundial.
Al mismo tiempo, insiste – como lo hará en los próximos cuatro años – que ganó las elecciones, que Biden es un presidente ilegal, y encontrará afianzado su liderazgo y los bolsillos de sus fanáticos a su disposición.
Y entre acciones grandiosas para impresionar a su gente y centenares de horas de mirar televisión y tuitear, Trump piensa que gobierna.
Es así: Trump juega con la muerte
Pero este gobierno no se ocupa de lo más importante. Lo más urgente. Lo más trágico. No se ocupa de la verdadera crisis que se convierte rápidamente en un histórico desastre nacional: el coronavirus. En eso guarda un silencio frío, calculado.
Como si no existiera.
Un paréntesis. Claro que sabe la gravedad de la situación. Pero si no lo menciona, si no debe contestar preguntas al respecto, ni negociar planes, ni visitar enfermos, si hace como si no hay coronavirus, para su gente – casi la mitad del país – es así. No existe.
Pero sabemos que no es así. La cantidad de nuevos enfermos, de gente hospitalizada, de muertes, sigue subiendo implacablemente.
Cada día mueren más de mil personas del virus, un aumento del 50% en un mes. No falta mucho para que sean dos mil. Cada día, alrededor de 150,000 estadounidenses contraen esta enfermedad mortal. Once millones o más.
Y el gobierno, desde su cúpula, no solamente que no hace nada para ayudar, sino que obstaculiza, molesta. Parecería que realmente está al servicio de otro país. ¿Será?
Así, el mismísimo encargado federal de la respuesta al Coronavirus, el Dr. Scott Atlas, no solo que se opuso a las ordenanzas de llevar máscara emitidas por gobiernos estatales, sino que llamó a la población a levantarse contra las mismas. A una rebelión. Una reacción que linda en lo criminal si es que no lo es.
Entonces, cabe observar: Trump juega con la muerte. La usa de herramienta para acumular más poder. Aunque los casos más trágicos se desarrollan en los estados donde están sus simpatizantes más enardecidos, porque a ellos les enseñó que usar la máscara es de poco hombre.
Buenas noticias.
Este lunes recibimos la excelente noticia de que el laboratorio Moderna desarrolló una vacuna contra el COVID-19 que es efectiva en el 94.5% de los casos y más fácil de administrar que la de Pfizer, también exitosa. Aunque ambas requieren dos dosis.
Y sin embargo llevarán todavía varios meses hasta que ambas vacunas comiencen a ser administradas en masa y más hasta que toda la población la reciba. ¿Y mientras tanto? De parte de la Casa Blanca, nuevamente, esperar que venga lo bueno para reclamarlo como si fuese resultado de sus esfuerzos.
Trump no tiene límites. Incluso en esto se comporta como si quienes critican al presidente saliente son enemigos mortales y amenaza con no entregar la vacuna al estado de Nueva York porque no le gusta lo que dijo sobre él su gobernador.
La vacuna no puede ser venganza ni es propiedad de Donald Trump. Ni siquiera fue desarrollada con fondos otorgados por Washington.
El Dr. Anthony Fauci, el eminente epidemiólogo a quien Trump ha insultado y calumniado incansablemente, recomendó que se implemente lo más rápido posible el cambio de mando y que el gobierno actual coopere con el próximo. No puede retrasarse más, porque cada retraso es fatal, enfatizó.
Como una película de horror.
Al parecer, Trump no ha comprendido que millones de personas votaron contra él por su reacción indiferente al COVID-19, su negativa a reconocer el peligro, la falta de un plan nacional. Ya es tarde para que lo reconozca. Ya es tarde para que pensemos que le importa.
Quienes están a su alrededor y aún conservan su dignidad y profesionalismo deben cooperar con la próxima administración para tomar medidas de urgencia. Algunos lo hacen, o al menos prometieron hacerlo, o por lo menos dijeron que lo pensarían. Pero la mayoría no. Se hunden con él.
Los estados, obligados a actuar por la parálisis que aqueja al gobierno federal, deben coordinar sus esfuerzos para no obstaculizarlos unos a los otros.
Trump juega con la muerte y nos prepara un infierno. Pensábamos que al perder se iría, que se terminaría el sufrimiento que acarrea contra los estadounidenses. Pero este personaje sui generis se levanta y sigue, con la mirada impasible, como los monstruos de las películas de horror que nunca mueren.
Biden lo dijo bien: si Trump no comienza a cooperar en la lucha contra el coronavirus, habrá más muertos.
Que serán, como muchos de los otros, su responsabilidad. Que jamás asumirá.
Esta es una emergencia nacional como pocas. El momento es ahora mismo.
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Gabriel Lerner es el Editor de La Opinión, de Los Angeles, y fundador de www.hispanicLA.com