Juan Trujillo Limones
La noche del 5 de mayo, el joven Lucas Villa Vázquez recibió ocho impactos de bala cuando se encontraba con otros compañeros en el viaducto en la ciudad colombiana de Pereira. Se trataba del octavo día de movilizaciones populares que surgieron como consecuencia del Paro Nacional de labores convocado el 28 de abril por estudiantes, organizaciones, camioneros, sindicatos y sectores de la sociedad civil contra la reforma tributaria del presidente Iván Duque. El 10 de mayo, Lucas falleció en el hospital.
Después de décadas de padecer no sólo el modelo neoliberal sino también la encarnizada guerra del narcotráfico y el paramilitarismo, la sociedad colombiana en plena pandemia por el Covid19, se siente agraviada también por los incrementos al impuesto sobre la renta, a la canasta básica y por las medidas que implican reformar la salud y financiar, con dinero público a los bancos. En el país andino de 49 millones de habitantes con la moral rota, el lastre de la desigualdad es imperante y estructural.
El espíritu de la protesta popular se ha encarnado en Puerto Resistencia en la ciudad de Cali, epicentro de movilizaciones y fuertes enfrentamientos. Ahí, es donde poblaciones de afrodescendientes y estudiantes han salido a las calles a protestar y bailar con una peculiar cultura política de la resistencia popular y sorprendentemente, da cuenta del despliegue de su primera línea que encara al Ejército, al policíaco Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y a grupos de civiles armados. Al caer la noche, se despliega una estrategia de contrainsurgencia pues, como explicó a Telesur (7/5/21) la defensora de Derechos Humanos, Magaly Pino del Congreso de los Pueblos, existen “escuadrones de la muerte, sicarios en camionetas blindadas que matan a los jóvenes por las noches. Las protestas pacíficas están recibiendo un tratamiento de guerra”, lo mismo sufrió su comisión al intentar reportar la violencia. En los barrios los grupos armados, oficiales y sicarios ejecutan acciones de terrorismo, horror y barbarie.
Lucas Villa, quien estuvo en coma por 5 días, también era estudiante de Ciencias del Deporte y Recreación de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), su diagnóstico médico: muerte encefálica. El gobierno que dio marcha atrás a la reforma tributaria, aceptó la renuncia de la Ministra de Hacienda, que intentó establecer un diálogo con algunos sectores políticos (“coalición de la esperanza”) y que también permite los abusos sistemáticos a los derechos humanos, está rebasado. Las movilizaciones de jóvenes, sin líderes ni partidos políticos, se incrementan y alcanzaron a Medellín, Bogotá, Florencia Caquetá, Barrancabermeja, Cartagena, Pereira, Santander y Barranquilla.
Esta revuelta social nacional que desafía al poder del gobierno, a sus fuerzas armadas y al poder paramilitar enquistado en diversas regiones, está haciendo suya las calles y plazas. Los jóvenes realizan plantones, cierre de avenidas, reuniones políticas, ollas comunitarias de comida, campamentos de heridos y velatones a los caídos a cargo de colectivos, artistas, estudiantes y músicos. Se trata de un movimiento horizontal que en su forma original de “Paro Nacional” está poniendo en crisis a la legitimidad del gobierno de Duque y en los hechos, precipita la crisis del sistema político del Estado.
Las demandas que surgen de la revuelta son viejas como también arraigadas en la estructura neoliberal de la sociedad colombiana: derecho a la educación gratuita, trabajo, justicia, vivienda, renta básica, reforma policial. Se trata de la efervescencia de la protesta social que comenzó en noviembre de 2019 pero que ahora se desbordó, explotó. Los jóvenes y sus esperanzas le inyectan energía, calor y sudor a las calles del país en una experiencia que abre paso a un ciclo insurreccional y que ahora, en el mediano plazo, no encuentra indicios de que lo puedan controlar o sofocar.
Incluso, los entramados comunitarios del pueblo indígena nasa del Cauca en torno a la Guardia Indígena llegó a Cali para apoyar la defensa de la vida en el barrio de Siloé. Miles de indígenas misak se han articulado no sólo para apoyar la rebeldía, sino también para derrocar la estatua de los conquistadores españoles Gonzalo Jimenes de Quesada en Bogotá y la estatua de Sebastián de Belalcázar (El Tiempo 7/5/21). La simbólica bandera andina whipala ondea en las plazas como un mensaje poderoso de reivindicación y descolonización.
La clase política colombiana intenta deslegitimar a un movimiento que no tiene cabezas ni liderazgos, sino que se mueve como un cuerpo heterogéneo del pueblo profundo, que no busca puestos o espacios políticos y mucho menos audiencias virtuales. De lo contrario, el camino de transformación social que traza esta revuelta juvenil poco o nada se puede vislumbrar en las charlas entre los grupos políticos dominantes o incluso entre miembros del Comité del Paro Nacional que intentó aglutinar a algunas organizaciones sociales. De lo contrario, es en la calle donde los jóvenes empujan un ciclo protestas que podría sostenerse por tiempo indefinido.
La revuelta cumple casi dos semanas consecutivas de movilizaciones. La represión, ha dejado al menos 27 muertos, según el gobierno, y más de 40 de acuerdo con organizaciones civiles. La ONG Congreso de los Pueblos da cuenta que hay poco más de 480 de desaparecidos, 22 heridos oculares y al menos 10 violaciones sexuales por parte del ESMAD. El principio de esperanza que resurge revitalizado en una nación dolida por el neoliberalismo, el paramilitarismo, el narcotráfico y el conflicto armado interno de más de medio siglo, proviene del los mundos de la vida y energías de esos jóvenes que como Lucas Villa, están dispuestos a vivir lo último de vida y de dignidad que les persiste en sus cuerpos.
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Periodista y antropólogo, contacto: xaureme@protonmail.com