Por Ana
“El perro es el mejor amigo del hombre”. Esta era una frase bien conocida por todos cuando yo era una niña, pero no para mi familia. Recuerdo claramente esa tarde en que mi hermano llegó a casa con su brazo ensangrentado. El perro de su mejor amigo le había mordido el brazo y mis padres tuvieron que llevarlo de emergencia al hospital. Más tarde regresó con un montón de puntos. No recuerdo exactamente cuántos, pero los suficientes como para que yo incrementara mi miedo a esas tremendas “bestias”. Además de este incidente, a mi abuela no le gustaban ni los gatos ni los perros, lo que agravaba la situación. Yo crecí, como pueden ver, sin mascotas y para colmo de males, teniéndoles miedo.
Al llegar a los Estado Unidos, mis temores siguieron intactos. Con el tiempo, mi esposo y yo compramos una casa amplia con un espacioso jardín. Y fue a partir de ese momento cuando empecé a tener contacto más directo con mascotas.
Conozcan la historia.
Un domingo fuimos a visitar a una familia amiga que habían adoptado un perrito y querían que lo conociéramos. Cuando llegamos a su casa, los niños corrieron a recibirnos y a darnos la buena noticia.
Juan nos dijo:
-Tenemos un perrito que se llama Canela.
-Sí, le pusimos ese nombre porque es de ese color, agregó María
-¿No es hermoso?
-Por supuesto que es muy lindo.
Contesté sin aclarar que yo le tenía pánico, inclusive a ese pequeño cachorro.
En realidad se veía bien bonito. Tenía sus orejas caídas, una mirada triste y sufriente con los que parecía decirnos: “Levántame. Quiero que me abracen”. No se movía de su canasta, calladito y aún cuando yo no disfrutaba estando cerca de perros, con éste se dio algo especial. Tocó mi corazón, pero… no crean que lo alcé. ¡No!
Para desilusión de todos, Canela estaba enferma y murió. Toda la familia se sentía desconsolada, especialmente los niños. Ellos querían a su Canela. Nuestros amigos no tuvieron mejor idea que ir y adoptar otro perrito en el mismo refugio para perros. Nuevamente los niños estaban felices, disfrutando de su nueva mascota. Cuando yo la vi, casi me desmayo. (Recuerden que yo no me acercaba a las mascotas). Esta era una perrita Chihuahua que tenía el pelaje más largo que otros perritos de esa raza. Su nombre era, Lupita. Sus orejas siempre bien paradas, alertas ante cualquier ruido. Sus ojos negros saltones casi como desorbitados. Siempre brincando alrededor de todos para llamar la atención, queriendo ser el centro. Ruidosa. Movediza. Escandalosa. Nada la hacía callar. Por supuesto que mi primera impresión no fue la mejor.
Cada vez que íbamos a la casa de nuestros amigos era la misma historia: una persecución infernal, saltando alrededor de uno, ladrando para llamar la atención. De lejos yo le decía:
-Hola perrita, ¿cómo estás? Siempre tan inquieta…
-Guau, guau, guau, vamos tómame que no muerdo, soy chiquita y solo quiero un poco de cariño a pesar de que dices que soy fea, inquieta, orejona, etc.
La hija de nuestros amigos, María, a toda fuerza trataba de que yo tomara en brazos a Lupita, que la tuviera como se tiene a un bebé. Está de más decir que nunca lo logró. Después de muchos intentos, se convenció de que yo no la complacería y prefirió “atacar” a mi esposo a quien convenció fácilmente y quien la adoraba. Mi esposo y Lupita tenían un cariño profundo, (si es que se puede llamar así).
Una tarde de verano mientras estábamos celebrando el cumpleaños de nuestro amigo en su casa, sucedió algo que no se nos borrará de nuestras memorias. Un grupo estaba charlando cómodamente en el living de la casa, mientras el resto se encontraba en el patio trasero preparando la cena. La mayoría estaban compartiendo un trago que llamamos “Whiscola” ya que es whiskey con Coca-cola. Yo me encontraba en el interior de la casa disfrutando de un grato momento con amigos cuando vemos venir a Lupita. Pero no corría. No ladraba y muchos menos saltaba. Lupita venía caminando lentamente, inclinada como la Torre de Pizza, con los ojos entreabiertos, las orejas inusualmente caídas. Algo muy extraño en ella.
-Miren a Lupita, ¡qué rara está! No salta. Y camina como “de lado” – dije- y me pregunté, ¿qué le habrá pasado? ¿En qué lío se habrá metido?
-Guaau.
Ladró len-ta-men-te. Parecía decir: “aquí vengo, toda trastornada por esa bebida que Pedro tiró en el suelo y que yo tomé y ustedes, riéndose de mí. ¿Por qué mejor no me ayudan? No entiendo. Todo me da vueltas en la cabeza, me siento morir, no llego ni a mi almohadón favorito. Seguro que si alguno de ustedes estuviera en mi lugar, todos saldrían al rescate de inmediato. Pero claro, a mí, nadie me da una mano. Estaba rico lo que tomé… pero… ¿qué me pasa?
Unos instantes más tarde Pedro entra preguntando por Lupita.
-¿Han visto a Lupita? Es que se me cayó la copa con whiscola, se rompió y ella se encargó de tomarse la bebida que había en el suelo.
-No te preocupes, aquí está, recostada en el sillón, rara como nunca la habíamos visto contestó su esposa.
-Grr… Grr…, estaba en lo cierto. Ese sabroso líquido de color fue el culpable de que me sienta con sueño, en este momento… zzzzz.
Lupita durmió una larga siesta que nunca se volvió a repetir. Un par de horas quietita, a ratos roncando, mientras nosotros disfrutavamos de una velada en paz, sin interrupciones, ni ladridos, ni persecuciones. Está de más decir que cuando despertó… lo hizo con la fuerza de siempre y volvió a sus andanzas.
Bueno, la historia no termina ahí. Pasaron varios meses y yo seguía tratando a Lupita de lejos. Todavía no había superado mi trauma de la niñez. Un día nos llegó la noticia de que nuestros amigos se mudaban y que no podían quedarse con Lupita. Lo que quedaba era que la llevaran de vuelta al refugio para perros. Desde mi punto de vista, eso era lo más lógico. Pero no era el punto de vista de mi esposo… ¿adivinan lo que pasó? ¡Sí! Nos trajimos a Lupita a nuestra casa. Está de más decir que aprendí a quererla y a no tenerle miedo. Hasta aprendí a encontrarle una mirada dulce y un aspecto positivo a sus orejas que como radares anunciaban cuando algún peligro estaba cerca.
En cuanto a la frase: “El perro es el mejor amigo del hombre”, desde ese momento tuvo sentido para mí. Siempre y cuando se tratara de un perro pequeño o muy mansito. Ahora cuando llego a casa digo:
-Lupita, ¿a dónde estás? ¡Ven a recibirme!
La autora de este cuento trabaja en la escuela Ewing y la directora es Sandra Toscano. Esta escuela está en el programa Doble Inmersión del Distrito Unificado de Fresno: que es un programa bilingüe que busca que los estudiantes adquieran destrezas de comunicación y lectoescritura, además de integrar el desarrollo de la competencia intercultural; con la expectativa que no solo estén preparados para completar los requisitos para obtener el Sello de Bilingüismo al graduarse de la preparatoria, sino también desarrollar una perspectiva más amplia de la diversidad y conciencia cultural.
Los maestros reciben capacitación y tienen todo el apoyo para llevar a cabo su labor. Para preguntas adicionales sobre los Programas de Doble Inmersión en FUSD, favor de comunicarse al (559) 457-3916 ó visítenos: https://www.fresno.org/dept/els